había
en el aire un cierto olor
a pan
caliente.
Las
calles aún no están agobiadas,
por la
calentura de la incertidumbre.
Las
farolas frescas del olor a humo,
se
permiten el lujo de llorar penumbras,
sin
despertar sospechas con metáforas.
Los
bancos y las aceras, son algo líquido,
perdidos
en el preludio de las
intenciones,
buscando
una palidez sin dimensiones.
La
noche apenas cruje entre los dientes
del
amanecer,
y se
ahoga en las marismas de renglones
de los
primeros resplandores.
El
silencio, respira, se palpa, se siente.
Sus
pensamientos llegan a mis manos.
No hay
lloros de alquitrán.
Ni
gestos cotidianos.
Ni
pelusillas incrustadas en la conciencia.
Ni la
herrumbre del intelecto.
Ni la
metamorfosis de las desolaciones.
Ni
manchas donde asome la hipocresía.
Ni
pensamientos de cumbres retorcidas.
Ni el
oscuro sabor de los deseos.
Ni
personas con el olor de la defecación.
Podemos
soñar con transeúntes celestiales,
con la
suspicacia de la serenidad.
Con
frases de amor insustanciales.
Con el
tierno brote de los árboles.
Con
cortinas de lluvia lavando quimeras,
Con prados mirando a la eternidad.
Con
deseos perdidos en la vacuidad.
Con minuetos perdidos en la hilaridad.
La
calle olía, a puesta, tan limpia,
tan
amable.
Aún era inocente.
Me
quedo en el portal, no quiero mancillarla.
Como el
vino frío, está fresca y excitante.
Vestida
con la sensualidad de los cachemires.
No se
debe esparcir,
ni una
sola migaja por el suelo.
Hoy no
voy a salir.